Ramón Griffero, dramaturgo:
“Volver a Chile fue como llegar a Corea del Norte”
La Segunda
El actual director del Teatro Nacional Chileno —de la Universidad de Chile— dice que ‘antes la gente se validaba por su cultura y así la clase media ascendía socialmente. El profesor podía tener el cuello de la camisa raído pero era respetado’.
Cuando en 1982 Ramón Griffero (64) regresó a Santiago tras casi diez años en Europa, donde se refugió post golpe militar, encontró que Chile era un lugar muy extraño, como ‘un gran galpón abandonado’, dice. Un verdadero descampado, comparado con Londres, donde había vivido tres años y con Bruselas, donde estuvo seis. Allá estudió Sociología en la Universidad de Essex y luego Cine y Teatro en la Universidad de Lovaina. Allá también se convirtió en dramaturgo y director teatral, y se emparejó con el escenógrafo belga Herbert Jonckers, con quien se vino a Chile y quien moriría en 1996 de un ataque cardíaco, a los 43 años, dejando una huella indeleble en el medio teatral.
Ambos tenían 28 años cuando cruzaron la cordillera y traían un conocimiento que revolucionó la escena local. Hablaban de la ‘dramaturgia del espacio’, concibiendo el lugar de representación teatral como un agente fundamental de la narrativa de la obra; realizaban montajes en los que se yuxtaponían distintos tiempos y contextos, rompiendo la lógica lineal; y utilizaban recursos visuales y estéticos —como proyecciones cinematográficas— que nunca antes se habían usado en las tablas chilenas.
‘En mi manifiesto del teatro autónomo, que escribí el año 80, digo que hay que recordar que mientas alguien se toma un pisco sour otro está siendo torturado y otro está haciendo el amor. O sea, se superponen espacios y temporalidades y eso es lo que yo hago en mis obras utilizando recursos escenográficos y del cine. Mi dramaturgia asume la realidad no como algo fijo, fotográfico, sino como una multiplicidad de hechos simultáneos, explica Griffero, quien ha seguido trabajando en su propuesta y ha escrito y montado más de 20 obras, hasta hoy.
Recién llegado, en 1983, fundó el espacio El Trolley, en un viejo galpón de madera de la calle San Martín 841, que era la sede sindical de los jubilados de la ex Empresa de Transportes Colectivos del Estado. De ahí el nombre, en homenaje a los antiguos conductores de trolebuses. Este centro, metido entre medio de burdeles, fue muy activo no solo para el teatro, sino también para la música, el arte visual, la performance y la literatura. Para financiar el proyecto, hacían fiestas que incluían acciones de arte. Y así fue llegando gente de distintos lados, seducidos por la vitalidad creativa de este antro, que era como un milagro en el aburrido paisaje de la dictadura.
Por ahí pasó lo más potente de la escena urderground de los 80
Uno de los más activos partícipes fue el dramaturgo y performer Vicente Ruiz, y por supuesto el mismo Griffero, quien realizó varios montajes con su propia compañía, Teatro Fin de Siglo, en los que hacía críticas muy puntudas al régimen dominante en un estilo desfachatado, pero siempre experimental y poético.
Después de eso, y hasta ahora, Griffero no ha parado de realizar obras y ha tenido varios premios y reconocimientos por piezas como Cinema Utoppia, Río Abajo y Prometeo.
Hoy está a cargo del Teatro Nacional Chileno, empeñado en sacar adelante una creación teatral propiamente chilena y en combatir la globalización económica. ‘Yo estoy empujando lo que viene del alma’, dice convencido, ‘a contrapelo de lo que impone majaderamente el mercado’.
‘Nos vestíamos de negro porque estábamos de luto’
Hablemos de los 80 en Chile. De esa época tan perdida…
Pero también hablemos de hoy día, porque si no parecemos nostálgicos.
No nostálgicos, sino históricos. ¿Cómo fue que fundaste El Trolley?
—Yo andaba buscando un espacio para hacer la obra ‘Historias de un galpón abandonado’. Que era la metáfora de Chile, como un gran galpón abandonado, donde había una junta que dominaba este lugar. Recorrí los teatros ofreciendo ingenuamente la obra. Y claro, todos los teatros estaban intervenidos. Yo pensaba que aún podía sobrevivir algo autónomo pero nadie se atrevió a hacer esa obra, que era una crítica frontal, sin censura. Y, al mismo tiempo, era muy difícil para los actores, porque muchos actuaban en teleseries y de algún modo se convertían en rostros de la dictadura, porque la tele también estaba totalmente intervenida. Era difícil conseguir actores que se la jugaran por un proyecto como el mío, porque además nadie me conocía. Así es que la hice en un espacio independiente, que no era teatro y que efectivamente era un galpón, lo que calzaba totalmente con mi propuesta de dramaturgia.
En los hechos, El Trolley fue el espacio de los sin espacio.
Claro. Fue un lugar de resistencia cultural clandestino, que reunió a creadores que estaban dispersos y que no tenían dónde presentarse.
También había otros espacios culturales de izquierda que funcionaban de manera más o menos clandestina, pero ustedes no tenían nada que ver con la estética de la izquierda tradicional.
Por eso nosotros decíamos que éramos disidentes de la disidencia, porque no nos gustaban las formas artísticas existentes, que eran como de los años 50, sobre todo en el teatro. Éramos disidentes de la dictadura, pero disidentes también de las formas artísticas existentes.
Y había un estilo new wave y punk , en la gente que frecuentaba El Trolley, que para ciertos sectores de la oposición a Pinochet resultaba frívolo y extranjerizante.
—Pero ni siquiera había internet, nosotros no teníamos ninguna referencia. Si nos vestíamos de negro no era por moda, sino porque estábamos de luto. Y también por eso nos pintábamos los ojos de negro.
—¿Tú también te pintabas los ojos?
—Sí. Y me teñía el pelo negro. El Trolley era un lugar de denuncia, totalmente político, pero con un estilo distinto. Era un espacio sin censura, porque todos los otros espacios, aunque fueran alternativos, ponían un poco de censura. Nosotros mostrábamos tortura en el escenario, pero el héroe, cuya mujer era detenida desaparecida, se inyectaba heroína y tenía relaciones homosexuales.
-Además, la izquierda de ese tiempo era muy homofóbica, como denunció Lemebel.
—Totalmente. Ahora, viéndolo a distancia, El Trolley es el primer lugar de diversidad sexual y de contestación política a partir de una renovación artística. Porque hay que considerar también la represión moral que existía en Chile, que era algo muy raro, estaba totalmente desfasado del mundo occidental, que en ese momento funcionaba con una gran libertad moral, sexual… Para mí, llegar a Chile fue como llegar a un país del Este o como llegar a Corea del Norte.
‘El objetivo de un gobierno es construir la felicidad’
—Hay gente que tiene nostalgia de la dictadura, porque dicen que la escena cultural era más interesante…
—No estoy de acuerdo. Hoy existen muchísimos más dramaturgos y creadores que en dictadura. Lo que sí pasa es que ahora domina un arte de mercado, que es más visible, que tiene más difusión y eso es lo que se percibe. Pero hay mucha producción alternativa que no se ve, que está eclipsada por este arte de mercado. Por eso mi rol como director del Teatro Nacional es resistir al mercado y que acá se haga arte del alma y no del lucro.
—¿No te encuentran ingenuo cuando hablas del alma?
—Puede que parezca así, pero es una forma de resistir a un lenguaje comercial que los mismos artistas utilizan. Por ejemplo, yo encuentro nefasto el concepto del ‘artista emprendedor’, que implica rascarse con las propias uñas y competir, porque el Estado no se hace cargo de generar y promover el arte. Y esto no siempre fue así, hubo épocas en que el Estado asumió su responsabilidad cultural. Yo mismo soy de esa época. Estudié gratis en la Universidad de Chile antes de irme.
—Pero tenemos el Fondart, que unos aman y otros odian.
—Ya, pero lo que pasa es que un concurso público no es política cultural. En Chile hay una privatización de la cultura. Se entregan fondos a privados para que hagan cosas, pero el Estado no hace nada. Sanfic es un festival privado, Teatro a Mil es un festival privado. Y en esa privatización obviamente se dejan de lado políticas culturales que solo el Estado puede asumir. Por eso nuestro teatro clásico desaparece, porque es un rol del Estado mantenerlo vivo. En otros países los teatros nacionales, de Argentina, París, son encargados de mantener vivo el repertorio de un país constantemente y ellos producen obras.
—No es muy optimista tu visión…
—Yo tengo un pesimismo ideológico, creo que todo es frágil, que todo se desarma y que hay que empezar siempre de nuevo. Pero tengo un optimismo pragmático, creo que hay que hacer las cosas a pesar de todo. Por algo estoy dirigiendo este teatro y tratando de implementar dentro políticas públicas, de inclusión. La próxima semana vamos a presentar Primer Festival de Arte Escénico Indígena, con obras de dramaturgos mapuches. Es primera vez que se va a mostrar esto. Hacer esto me otorga un sentido de vida. Y eso es lo que creo que falta en Chile. Porque toda nuestra política está muy centrada en los logros económicos y se ha dejado de lado el concepto de felicidad colectiva.
—¿No será mucho hablar de felicidad?
—No, para nada. Yo creo que el objetivo de un gobierno es construir la felicidad de un país. Esa felicidad podrá pasar obviamente por tener salud, por tener pensiones y todo lo demás, pero es más que eso. Hoy día los sujetos solo se validan por lo económico y antes de la dictadura Chile no era así. Antes la gente se validaba por su cultura y así la clase media ascendía socialmente. El profesor podía tener el cuello de la camisa raído pero era respetado por su cultura. Hoy le han arrebatado su dignidad social y con justa razón está indignado.
Ramón Griffero, dramaturgo:
“Volver a Chile fue como llegar a Corea del Norte”