Mi Área es la Política del Arte

Ramón Griffero

Sociólogo titulado en la Universidad de Essex, en Inglaterra, el ganador del Premio Nacional de Artes de la Representación 2019 repasa los hitos de su vida y cómo se conectaron con su obra. Desde su infancia en Washington, su paso por la Escuela Militar, hasta la resistencia artística de El Trolley, a fines de los años 80.

Me importa mi historia familiar porque esas no solo son historias mías, son historias que formaron parte de una construcción de identidad. Por ejemplo, mi bisabuelo español que llegó a Iquique era músico y se hizo cargo del Teatro Municipal de esa ciudad. No es solo la biografía mía, es la biografía de un país. Es como cuando un joven dramaturgo me pregunta qué escribo. Le digo: ‘Escribe lo que sientes, porque es reflejo de lo que está sintiendo una generación’.

Nací en Santiago. Mi padre era ingeniero industrial, fue uno de los fundadores de Sindelen, el primero que hizo secadoras, lavadoras. Antes fue marino. En la Escuela Naval estudió Ingeniería. Vivíamos en Providencia, en una casona ubicada en la calle Infante. Tengo dos hermanas menores. Mis padres se separaron cuando yo tenía seis años. Mi mamá se volvió a casar. Mi padrastro era funcionario de la ONU y con él nos fuimos a vivir a Washington D.C. Vivimos allá tres años, volvimos cuando yo tenía 12 o 13 años. El mundo de mi padrastro y de mi mamá era un mundo muy glamoroso, muy intelectual. En mi casa se leía mucho, mi mamá iba de viaje a Egipto, y se conectaban con intelectuales de la época como Julio Cortázar. La mía era una familia más contemporánea que lo tradicional de Chile.

Todos nuestros viajes fuera de Chile los hacíamos en barco porque mi mamá le tenía miedo a los aviones. De Nueva York a Santiago nos demorábamos 47 días. Todo para mí era estimulo, un descubrir constante. En Washington D.C. yo iba solo a todos los museos. Creo que eso construyó una percepción de realidad bastante diferente a la de los niños de mi edad. De esa percepción distinta viene mi interés en el arte.

Viví en Estados Unidos la muerte de Kennedy, era 1963. A mí me gustaba la fotografía y fui a fotografiar el funeral. Estaba en un colegio católico y me tocó la Guerra Fría en Estados Unidos, en la crisis de los misiles; teníamos refugios antiatómicos en el colegio. Volver a Chile fue como venir a otro mundo. Chile era un país de acequias, de veredas de barro, cuando hacía mucho frío se congelaba el agua y la gente. Pero hubo cosas que me gustaban: era mucho más accesible. Siempre me he sentido chileno, en el sentido de identidad.

Pasé como por 10 colegios y liceos. Primero porque mi familia viajaba y se cambiaba y luego porque yo era muy crítico de los colegios a los que asistía. En Estados Unidos la educación era entretenida, participativa, y aquí era estar sentado en el escritorio y escuchar. Esa inactividad me mataba, entonces yo era un niño hiperactivo. Antes de irme a Washington estaba en el San Ignacio, cuando llegamos me pusieron en el San Gaspar. Pero también estuve en el Liceo Las Condes, en el colegio Los Leones, en el Patrocinio de San José, en el San Pedro de Nolasco y en el San Gabriel.

Estuve dos años en la Escuela Militar, entré para subir mis notas. En esa época se daba la Prueba de Aptitud Académica y para entrar a la universidad había que tener en tercero y cuarto medio buenas notas. Me castigaban harto porque no tenía lustrado bien los zapatos o me faltaba un botón. Yo me quedaba leyendo mientras todos los demás salían, me dedicaba a hacer facsímiles. Después obtuve 700 y tantos puntos en la PAA. Hice mi primera obra de teatro ahí para las Olimpiadas en la Escuela Militar. Decidí irme cuando pasó algo terrible: encontraron a dos compañeros de mi batallón haciendo el amor. Al teniente de nuestro pelotón le decíamos ‘El nazi Manríquez’ y años después fue acusado de ser torturador. Él puso a estos dos chicos en un galpón y obligó a que todo el pelotón los masacrara: pasaban frente a ellos, les tiraban sus insignias, los escupían o les pegaban. Terminaron en la enfermería. Yo no les pegué y me dijeron una frase que no entendí: ‘¿A ti también se te quema el arroz?’.

Entré a Sociología en la Universidad de Chile bajo el gobierno de Allende, y entonces era un centro intelectual gigante. Empecé a militar en el Frente de Estudiantes Revolucionarios y nuestro trabajo estaba en los fundos de la Reforma Agraria que habían sido expropiados: íbamos a ayudar a los campesinos. Pero ahí no fui bien aceptado: por el pelo largo y los bordados en el jeans, encontraron que no éramos masculinos y nos pusieron en la sección de mujeres. Hicimos una escuela en la capilla del fundo y tuvimos una convocatoria gigantesca.

Cuando fue el Golpe yo tenía un Fiat 600. Había que resistir. ‘Anda a buscar cosas para defendernos’, nos decían, pero no había. Esperé a una persona y me di cuenta que había un helicóptero que seguía a mi auto. Estábamos por la Legua. Esta persona para en un teléfono y en eso aparece un camión con militares. Yo estaba hablando con una niña y me metí adentro de su casa. Era la hora de almuerzo y me senté a comer lentejas. Cuando entraron los militares me vieron ahí. Se llevaron el auto y a este compañero. Esa gente me salvó la vida.

Los compañeros de Sociología cayeron presos en el Estadio Nacional y los del FER fueron capturados. Se estaban acercando mucho y mi padrastro consiguió un documento y me dijo: ‘Usted parte mañana’. Partí a Londres con una carta escondida que entregué a Migraciones con la petición de refugiado político.

Pasaron 10 años antes de volver a Chile en 1983. En Europa me consiguieron una beca de refugiados y estudié Sociología en la Universidad de Essex, después estudié en la Escuela de cine y teatro en la Universidad de Lovaina, donde dirigí el teatro universitario de esa ciudad. Ahí presenté mis primeras obras.

Mi tema sexual lo descubrí allá. El cortometraje que hice para la Escuela de cine en 1978, creo que es el primer corto de género gay chileno, porque igual que mis primeras obras de teatro, son las primeras que hablan de los gais sin referirse al maricón o al cola. Se dignifica como una persona más.

Hice Ópera para un naufragio, una obra que hablaba del naufragio de los sueños de los años 80 y entremedio aparecían las mujeres de detenidos desaparecidos pidiendo justicia. Tuvo mucho éxito, pero me di cuenta de que estaba escribiendo obras que se tenían que dar en mi país. No tenían sentido allá. Decidí volver.

Cuando llegué a Chile no conocía a nadie, y menos en el teatro. Tenía una obra escrita, Recuerdos de un hombre con su tortuga, que trataba de un exiliado que recordaba todo lo que había hecho, todos sus sueños, y moría abandonado, varado como una ballena sola en una guardilla de París. La postulé al Primer Concurso Nacional de Dramaturgia y gané. La monté y estuvimos con el teatro lleno. La gente se emocionaba porque era ver algo que sucedía.

Después quise montar una obra como lo hacía en Bélgica, en espacios grandes. Se llamaba Historias de un galpón abandonado. Arrendamos uno que era del sindicato de los empleados jubilados de la empresa de transportes colectivos del Estado y construimos El Trolley. Lo primero que hicimos fue una fiesta de Año Nuevo, que fue más bien una acto de resistencia cultural: yo aparecía con un TV con Pinochet hablando sobre el escenario, teníamos los labios pintados rojos, y empezábamos a cantar ‘Only you, can make the world…’ y ahí la gente ‘wahhh’. Era un tipo de protesta conceptual. La gente preguntaba ‘¿quiénes son ustedes?, ¿de dónde salieron?’. Hicimos un manifiesto de teatro autónomo, porque eso éramos: disidentes de la disidencia. Éramos disidentes de la dictadura, pero también de las formas artísticas de izquierda.

En 1985 presenté Cinema-Utoppia, donde el protagonista tenía una compañera desaparecida, pero hacía el amor con el amigo. Él decía: ‘Yo antes tenía utopías, ilusiones que hoy me parecen ridículas’. Sentí que con el Golpe se terminaban todas las utopías: las fascistas, las demócratas, las que sean.

El fin del Trolley tiene que ver con el No. Antes de llegar al plebiscito se liberan un poco los espacios, empiezan a aparecer en Matucana, el Festival Off de Bellavista frente a la Escuela de Derecho. El Trolley dejó de ser el centro de resistencia artística. Quedó como un centro de renovación escénica, ahí sobrevivió un tiempo hasta que lo demolieron.

En el siglo XX el arte era político: Neruda comunista, el arte burgués, el arte fascista. Cuanto cae todo eso, ya no tiene sentido hacer arte político. No vas a ser el dramaturgo del PPD, eso no existe, no hay un dramaturgo de la UDI. No hay un artista unido a una ideología como (lo hubo) en el siglo XX y era así porque al arte le gusta la utopía. La política que llega después de los 90 es una política de conserje, de educación, salud, que te barren las calles, no están hablando ya de emociones: del amor, de la muerte, del universo, lo que llamo la política del arte. Más bien esa es mi área: la política del arte. Nunca fui del arte político.

Siempre mis obras eran una metáfora del país. Río abajo, que es de 1995, habla de un edificio donde están obligados a vivir todos juntos: en un departamento el torturador y al frente la viuda del detenido desaparecido. Después escribí Almuerzo del mediodía, Las aseadoras de la ópera, Sebástopol, Las copas de la ira, Tus deseos en fragmentos…

Los noventa fueron una adaptación a un mundo donde lo que uno preveía ocurrió: cayó el Muro de Berlín, desaparecía esta confrontación. Yo dije: ‘No hago más teatro, voy a escribir narrativa’. Me puse a escribir cuentos. La democracia había recién llegado. Había que volver a construir un sentido de vida. Apareció la Muestra de Dramaturgia Nacional, un cuento lo transformé en obra y ganó la Muestra. Empecé a darme cuenta que las pasiones individuales que eran importantes para mí, le hacían eco a la demás gente.

En paralelo estaba la gestión cultural. Porque cuando llegué a Chile me di cuenta que no había libertad de expresión sin difusión. Por eso El Trolley y mucho después la escuela de Teatro del Arcis, donde fui director, los Festivales de Otoño y de Primavera del Teatro Arcis. Lo mismo en (la dirección) del Teatro Camilo Henríquez y después el Teatro Nacional.

Al llegar al Teatro Nacional inicié un proyecto de revitalización que era a tres años. Ese período terminará en abril próximo y tras eso dejaré el teatro. Ha sido duro. Revitalizar un espacio tan tradicional, que venía con una forma de producción que ya está extinta, es difícil porque la universidad no va a volver a poner elencos estables, no va a revivir la sastrería y tantas otras cosas que son parte del pasado. Cuando llegué acá las redes sociales eran inexistentes, no había certeza de qué obra se daría al mes siguiente (…) Era como mover un elefante. Esto ahora está programado de pé a pá.

Creo que el Premio Nacional es un premio a la trayectoria. No sé, todavía no entiendo. Uno adquiere un nivel de responsabilidad frente a algo. No es algo que sienta, es algo que me dicen. ‘Usted tiene una responsabilidad por ser premio nacional’. Sí, pero no sé cuál.

Lo que viene para mí es un nuevo ciclo, más conectado con la gente y el mundo que uno quiere, ampliando los conceptos de la dramaturgia y el espacio. También es posible que me involucre en algún proyecto de cine y tengo una novela en mente.

Sergio Espinosa A.

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