La política del Arte

Los nuevos contextos de la política institucional, el quiebre de las ideologías a las cuales algunos modelos artísticos estaban adscritos, generan un profundo cambio en la relación arte y política, resituando el contexto del lugar del creador, y de la forma y contenidos de sus creaciones.

Atravesamos un instante histórico, donde el arte puede volver a ser reflejo de su propia política, y donde la profundización en la construcción de los gestos de creación nos otorgará más herramientas en la elaboración de sus lenguajes, sin referirme al ortodoxo concepto del arte por el arte, que define la creación como un gesto gratuito, sin discurso.

Durante el siglo veinte se construyó una simbiosis entre pensamiento político ligado a ficciones de sociedad y modelos de construcción de realidades artísticas. En un periodo donde la ideología representaba una ficción, era coherente que el arte, lugar de las ficciones, se asociara a las ideologías como lugar de sus nutrientes y de su producción.

Esto conllevó que el arte escénico, aliado a una ideología, planteara su crítica amparado en los fundamentos teóricos de la ideología a la cual se adscribía, funcionando también como promotor desde diferentes lugares de este pensamiento, sea de forma directa, como los teatros de agitación y propaganda, sea nutriéndose de estructuras de la dialéctica marxista, de pensamientos anarquistas, o de las ideas del nacional socialismo, entre tantos ejemplos.

La comunidad de creadores en algunos grupos escénicos, configuraba una experiencia de pre-comunidad de las nuevas relaciones sociales a construir, o quería representar lo anterior; de ahí se adscribía a un colectivo teatral, que reflejara un mismo pensar ideológico.

La unión de elencos se constituía en torno a estéticas teatrales afines, y las obras a representar se organizaban alrededor de la crítica a los sistemas opuestos y del mensaje social relacionada a la utopía a construir.

Esto permitía una continuidad histórica de los grupos y la marca artístico-social que representaban, convocando a un público afín a sus ideas y pasiones. En este contexto, algunas de las expresiones escénicas no constituían un pensamiento o una mirada autónoma, desligada de los conceptos utópicos partidistas.

Surgen así “teatros populares”, asumiendo o apropiándose cada uno de los ideales del pueblo y autodefiniendo lo que era una expresión escénica popular, subentendiendo que se oponían a la cultura burguesa, lo que implicaba una auto definición de lo popular de acuerdo a sus convicciones y pre determinaciones, hoy sería soberbio el adscribirse ser la representación escénica de un pueblo.

El arte, al estar en simbiosis con las ideologías, generó escasa crítica artística, a estos mismos pensamientos críticos.

Era un acto desleal, la crítica desde el arte a la utopía en cuestión, si se realizaba, era en confrontación a los planteamientos políticos propuestos.

Esto llevó a concepciones, del artista comprometido con la lucha del pueblo, o del artista popular; y a predeterminar modelos artísticos que correspondían a formas de creación que, por sus poéticas de texto o espacio, se definían como contestatarias o subversivas.

No se puede propagar la consigna del hombre nuevo, si no iba acompañada de una representación ficcional del mismo.

Así, a nivel esquemático, lenguaje, personajes, descripciones de la explotación y formas de representación de ésta, predeterminaban los gestos de creación. Esto generó un bloqueo en el proceso de construcción de algunas autorías, ya que el creador escénico latinoamericano considerado de izquierda, asumía de antemano cuáles eran los textos y las formas escénicas, para que su iconografía correspondiera a la simbología y discursos de una política partidista.

Un ejemplo más claro es lo sucedido con el canto popular de los años setenta en Chile. Para que el canto tomara posición en tanto contestatario o conservador –de izquierda o de derecha–, asumía las formas musicales a las que cada grupo ya se había adscrito. Así, el folclore altiplánico era asumido por la izquierda y los sones de la tonada campesina del valle central se transformaban en expresión propia de la derecha. Por cierto, en estricto rigor, ninguna de estas músicas folclóricas tenía un origen partidista.

La política en el siglo veinte se valorizaba al estar aliada con el arte, pero anulaba a este y a sus creadores si su quehacer lograba expandir su imaginario más allá de los márgenes de la política institucional, o si la mirada artística daba otra lectura a las ideas matrices del quehacer material.

Al ser las ideologías utopías de un futuro, el arte en su búsqueda de construcción de ficciones y de trascendencia temporal se transformó en un aliado inherente. Esta relación operó al mismo tiempo como un poderoso motor de desarrollo y paradojalmente a su vez, como limitante de los horizontes expresivos de los creadores.

Hoy, que la política no representa ni propone alternativas en oposición a la ficción social del presente, sino tan solo emerge como administrador de un sistema neo-liberal, no necesitando de la alianza artística, ya que estas las contempla la cultura de mercado, un espacio de la entretención ganada, o un lugar para disponer del tiempo libre.

El arte puede retomar el espacio no valorado de la expresión subjetiva individual, del hacedor solitario encerrado con fantasmas propios, dejando que los creadores antes de generar psicopatías, puedan distender sus energías en instalaciones o intervenciones urbanas que permiten adornar nuestra ciudad.

Así podría pasar la creación artística, en el nuevo contexto, al área de ornato social. Las representaciones o lenguajes emergentes del arte vuelven a ser marginales de la operatividad del sistema, que ya no mancha ni su cerebro ni sus manos con proclamas que, al pasar del imaginario a la realidad, solo lograron convertir los sueños en pesadillas, en las que el arte quedó reducido al rol de mero cómplice de la construcción de sistemas sociales dominantes.

El arte desligado del yugo político institucional, el creador liberado del compromiso social impuesto, se enfrenta al lenguaje artístico y se ve confrontado a hacerlo representar y hablar desde sus propias convicciones sensoriales.

Ya no hay quien le entregue el eslogan, la consigna. El por qué morir.

Sin duda, no podemos hacer una apología del lenguaje artístico como el lugar no contaminado. Ni podemos atribuirle poderes liberadores y mesiánicos. Ni de ser los purificadores de la sociedad.

Alguna vez se pensó que el teatro le quitaba espacios al poder. Hoy queremos pensar que es el lugar de resistencia y anticuerpo frente a la globalización. Desde un cierto escepticismo, podríamos decir que no, es más

que el registro de nuestros estados, relatos, discursos que servirán como base de datos para las ciencias sociales.

Pero sin duda, aún es el lugar que puede hablar de la muerte, desde la emoción de un cuerpo en un espacio, de la existencia en un planeta, del universo, del sentido de la vida. Sensibilidades que están más allá de los hechos domésticos y del progreso económico; temas ausentes del discurso político actual, desligado todavía más de las motivaciones del arte.

El arte puede retomar la continuidad de su razón de existir, de ser siempre el lugar de la resistencia.

Donde solo se puede decir que la única conciencia revolucionaria que liberará al hombre del yugo del consumo y el trabajo es la conciencia de la muerte, que es el inconsciente del lenguaje artístico.

Pareciera que hemos llegado a uno de los tantos límites de no creerle al lenguaje, y por lo tanto a los discursos que este elabora. Dudamos de nuestro pensamiento ya que su práctica nos traiciona.

Destruida la verdad escénica del discurso, en tanto esa estructura o relato exterior –político– que lo justificaba o sustentaba, el ideal de la Utopía sigue existiendo en las formas de representación llamadas imaginarias, pero que nunca llegarán a ser una realidad operativa, ya que la incapacidad de la especie de concretar su deseo en orden social se ha vuelto una constante o la manera única de ser o existir.

Las palabras de Cristo, como las de Marx, finalmente no han sido más que deseos. Y cualquier elaboración equivocada del ser humano de estos deseos volverá a ser percibida como prácticas erróneas. Pero mantendremos nuestra fidelidad a la ficción que las proponen.

Pareciera entonces, que solo en los espacios de la ficción se pueden materializar los deseos sociales del pensamiento.

Las luchas políticas del siglo veinte no serían más que intentos de representación de ficciones en los contextos equivocados de creación.

Al escuchar discursos de la realidad, siento oír escenas de obras, y como toda ficción, algunas aparecen llenas de lugares comunes y otras profundamente indagadoras en la palabra y la acción. Es precisamente en este punto donde emerge el ambiguo enjambre de lo que hablo, el discurso innecesario de saber dónde limitamos la subjetividad de la objetividad o, por decirlo de otra manera, cuándo estamos en cuál espacio o en cuál otro, según la mirada de quién.

Entiendo a quien desea comunicar desde el arte, como quien busca un medio de comunicación que no tiene un propietario, y desea la apropiación de un instrumento, como medio autónomo de comunicación.

El expresar desde el lugar del imaginario no está desligado de lo existente. Ni de la historia ni del espíritu de época en que se habita. Es tan solo un lenguaje que surge de la historia de cada expresión artística. Quien habla del amor, o de la relación con su padre, habla de la existencia suya, de una familia y de un deseo común a los habitantes de este planeta.

En el instante de nuestra temporalidad es imposible hablar desde un imaginario extraterrestre. De ahí que sea una falacia aquello de la “imaginación” del artista, ya que este sí imagina, pero a partir de la reelaboración de códigos y experiencias de su entorno y la estructuración en la continuidad de un lenguaje artístico. Se trata de la búsqueda de nuevas formas para expresar los contenidos de la especie, la construcción de ideas que en imágenes o representaciones es la función del oficio.

Pero sin duda, fue la relación arte y política, que gatilló un profundo, intenso y magnífico desarrollo de los lenguajes creacionales en el siglo veinte, la que nos lega un enorme saber, para ser reelaborado en los nuevos contextos donde el arte construye su propia política.

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